La Esperanza de María

La esperanza de María

 

La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo”.[1] El objeto principal de la virtud de la esperanza es la vida eterna, que esperamos alcanzar después de nuestra muerte. Pero la esperanza también nos hace esperar todo aquello que es un medio por el cual nos encaminamos hacia la vida eterna. De esta manera, esperamos en esta vida la gracia santificante, que nos hace hijos de Dios; esperamos no perder la amistad con Jesús; esperamos que Él no nos deje ni nos abandone en ningún momento; esperamos recibir las gracias que nos ayuden a cumplir con nuestro deber de estado; esperamos recibir también los consuelos del Espíritu Santo necesarios para no perdernos en la oscuridad y en la angustia que a veces rodea esta vida. Y así, esperamos tantos otros bienes que nos conducen a la vida eterna. La esperanza es la fuerza del alma que nos hace esperar con confianza que recibiremos de Dios los bienes necesarios que finalmente nos conducirán a la vida eterna.

 

La vida de la Virgen María estuvo llena de acontecimientos que podían ser causa de que ella dudare de la asistencia de Dios para alcanzar los bienes sobrenaturales. Sin embargo, ella tuvo en un altísimo grado esa fuerza del alma que la llevaba a confiar en Dios y en sus auxilios de que iba a alcanzar los bienes espirituales que Dios le prometía. Esa fuerza del alma es la virtud de la esperanza.

 

Cuando el Ángel Gabriel se le presenta para pedirle su consentimiento para que ella sea al Madre de Dios, ella ve en su voto de virginidad una voluntad de Dios que entraba en conflicto con la también voluntad de Dios de ser madre. El Ángel le explica que su Hijo será engendrado en ella por el Espíritu Santo. Y María cree a la palabra del Ángel y, actuando la virtud de la esperanza, espera que realmente sucederá así, porque Dios lo dijo a través del Ángel. Por eso, cuando ella fue a visitar a su pariente Isabel, ésta le dice: “¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” (Lc.1,45). La esperanza de María es paralela a su fe, y por eso nosotros podemos decir perfectamente a María: “¡Feliz la que ha tenido esperanza porque recibirá aquellos bienes que fueron prometidos de parte del Señor!”. María tuvo esperanza de recibir todos los auxilios para ser digna Madre de Dios a pesar de saberse absolutamente incapaz de conseguir esos bienes por ella misma. En este caso, la esperanza de María fue como la esperanza de Abraham, de quien San Pablo dijo: “Esperó contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones” (Rm.4,18). Así también, María esperó contra toda esperanza, creyó y fue hecha Madre de Dios y madre de todos los hermanos de su Hijo, que somos nosotros los cristianos.

 

Al quedar embarazada “por obra y gracia del Espíritu Santo”, María tuvo que afrontar el peligro de ser lapidada, es decir, el peligro de ser muerta a pedradas. En efecto, existía un decreto en la Ley de Moisés por el cual una mujer cuyo embarazo no proviniese de su esposo legítimo debía ser lapidada (cf. Deut.22,20-21). La santidad y la bondad de San José, quien recibió una revelación del ángel, no permitieron que se cometiera esa injusticia (cf. Mt.1,18-20). Pero la angustia y la preocupación de María fueron reales. Jesús apenas había sido engendrado y ella ya corrió el peligro de perderlo y perderse ella. ¿Cómo hizo María para superar este momento? Por la esperanza, que la llevó a estar convencida de que Dios no iba a permitir que ella perdiera todo su tesoro, es decir, no iba a permitir que perdiera a Jesús.

 

Todos  los acontecimientos que rodearon el nacimiento de Jesús requirieron de María una gran esperanza de que todo iba a acabar bien. Pero sobre todo, la angustia de tener que darlo a luz no sólo en casa ajena sino incluso en casa de animales, tal como era la cueva donde nació Jesús. Todas las ansiedades que surgieron con motivo de las grandes contradicciones en el momento del nacimiento fueron dominadas por María gracias a su gran esperanza.

 

A  los cuarenta días del nacimiento de Jesús, lo presentaron en el Templo de Jerusalén, para que sea consagrado a Dios. Y allí, un profeta, el anciano Simeón se dirige a María y le dice palabras verdaderamente inquietantes: “Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción – ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! – a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones».” (Lc.2,34-35) Aquel acto gozoso por el cual el Niño es consagrado a Dios se ve entenebrecido por oscuros nubarrones que hacen presagiar un horizonte lleno de sufrimientos, y que María tendrá que padecer por ser Madre de Jesús. María recibe aquí la revelación que deberá soportar sufrimientos profundísimos, hasta lo más profundo de su alma, y de esa manera colaborará con la redención del género humano que realizará su Hijo. Pero hasta que suceda la Redención de los hombres, ella llevará siempre en el corazón esas palabras del anciano Simeón, y cada vez que las recuerde deberá ejercitar una gran esperanza de que esos sufrimientos no la quebrarán y que esos sufrimientos serán fecundos y darán frutos.

 

A los pocos días de este acontecimiento, Herodes busca matar a aquel que los Reyes Magos llamaron “Rey de los judíos”. Como los Reyes Magos no le dijeron el lugar exacto donde se encontraba el Niño, Herodes manda matar a todos los niños de dos años para abajo (cf. Mt.2,16). En el corazón de María esta orden del rey debe haber impactado fuertemente. Ella sintió, junto con el horror de pensar en tantas madres privadas violentamente de sus hijos, el horror por su propio hijo. ¿Cómo hizo María para superar este momento? Poniendo toda su esperanza en Dios.

 

La orden de Herodes motivó que la Sagrada Familia huyera precipitadamente a Egipto (cf. Mt.2,13). Estarán en Egipto un año entero. Tanto el viaje como la estadía en un país extraño deben haber sido motivo de especial angustia y aflicción. Trasladarse repentinamente a otro país, partiendo no desde la propia casa sino desde Belén, lugar en el que estaban de paso, sin medios materiales, sin ninguno de los elementos necesarios para organizar un hogar, deben haber impactado particularmente en el corazón femenino y sensible de María. La sensación debe haber sido como la de quien está en el aire, sin ningún sustento donde afirmarse. Sólo la esperanza, la confianza ilimitada en Dios, Padre providente, podía darle a su corazón una base de apoyo para que el desfallecimiento no se abatiera sobre ella.

 

De vuelta ya a su casa de Nazaret, cuando Jesús tenía doce años, van a Jerusalén a la fiesta de la Pascua. Al volver a Nazaret, Jesús se queda en Jerusalén sin que sus padres se dieran cuenta. Al final de la primera jornada de viaje, María y José se dan cuenta que Jesús no ha venido con ellos. Lo buscan por toda Jerusalén y al cabo de tres días lo encuentran en el Templo (cf. Lc.2,42-50). María le manifestó a su Hijo toda la angustia que había llenado su corazón y el de San José (cf. Lc.2,48). La pérdida del Niño era la pérdida del Bien supremo. La esperanza es esa virtud que nos hace esperar el Bien de los bienes para nosotros como nuestra felicidad. Sin embargo, María había ahora perdido ese Bien infinito. Esos tres días en que estuvieron buscándolo por Jerusalén su corazón se alimentó solamente de esperanza, de esa fuerza del alma que le hacía esperar sólo de Dios el hallar a su Bien infinito. Solamente la esperanza fue el sustento del corazón de María. Dice San Pablo: “La esperanza no defrauda” (Rm.5,5). Y, efectivamente, en este caso, a María la esperanza no la defraudó, porque encontró sano y salvo a su Hijo.

 

Estando en una fiesta de matrimonio en una ciudad llamada Caná junto con su Hijo Jesús, María advierte que los esposos se han quedado sin vino para seguir ofreciendo a los invitados a la fiesta (cf. Jn.2,1-11). María le presenta a su Hijo esta necesidad, pero Jesús le responde con una aparente dureza haciéndole ver que ellos no tienen injerencia en los problemas de los novios y que su hora de manifestarse al mundo todavía no ha llegado. Todo parecía indicar que no había posibilidades de lograr que Jesús hiciera algo por los esposos necesitados. Solamente un alma con una esperanza inquebrantable podía esperar que habría solución para un problema de tanto interés para los novios. Esa alma con una esperanza inquebrantable era el alma de María, que insiste simplemente con una mirada y que adivina en los ojos de su Hijo la aceptación de su pedido. Y por eso dice a los servidores de la fiesta, simplemente, con absoluta confianza: “Hagan lo que Él les diga” (Jn.2,5).

 

Pero el momento en que su esperanza será puesta a prueba de la manera más severa, será en la cruz. Allí parece que no queda ninguna posibilidad de salvar y poseer el Bien infinito de su alma. El cuerpo de Cristo destrozado desde la planta de los pies hasta la coronilla de la cabeza y clavado desnudo en una cruz, sin ya apariencia humana, es para María la mayor prueba para su esperanza. Pero María no se quebró ni siquiera ante esta severísima prueba. Permaneció de pie junto a la cruz (cf. Jn.19,25). Esa posición erguida de María, el estar de pie en forma vertical junto a la cruz de Jesús, manifiesta una actitud espiritual: su alma no estaba doblada o quebrada por el dolor, sino derecha por la esperanza de que su Hijo resucitaría. Al igual que Abraham que, obedeciendo la voz del ángel, quiso ofrecer a Isaac en sacrificio (cf. Gén.22,1-13) porque creía que poderoso era Dios para resucitarlo de entre los muertos  (cf. Heb.11,19), así también María soportó las humillaciones y la muerte de su Hijo porque, por la esperanza, ella confiaba que poderoso era Dios para resucitarlo de entre los muertos. Como Abraham, una vez más, esperó contra toda esperanza y su esperanza no se vio defraudada, y así recibió a su Hijo vuelto a la vida en la Resurrección.

 

De esta manera vemos cómo María es para nosotros un modelo de esperanza. Ella se presenta ante nosotros como un espejo en el cual debemos mirarnos. En todos los momentos en que en nuestra vida nos sentimos avasallado por la duda, el miedo, la desconfianza, el desaliento, el desfallecimiento e, incluso, la desesperación, debemos alzar la mirada a María y recordar las pruebas que ella debió pasar y que las superó por una confianza ilimitada en el auxilio de Dios, es decir, por su esperanza.

 

Pero María no solamente es modelo y ejemplo de esperanza sino que ella misma se hace presente en todo acontecimiento difícil de nuestra vida para darnos su auxilio. Dice San Alfonso María de Ligorio: “El Rey del cielo, porque es bondad infinita, desea en gran manera enriquecernos con sus gracias; pero dado que nosotros necesitamos tener confianza, para acrecentar en nosotros esta confianza nos ha regalado por madre y por abogada a su Madre, a la cual ha dado toda la potencia para ayudarnos; y por eso quiere que coloquemos en ella todas nuestras esperanzas, aquellas esperanzas de nuestra salvación y de todo bien nuestro”.[2] Por esta razón, con toda licitud, ponemos nuestra esperanza también en la Virgen María. De hecho, en esa hermosa oración que es el “Salve Regina”, llamamos a María “esperanza nuestra”. Y la Iglesia aplica a María las palabras de la Biblia: “Madre de la santa esperanza” (Eclo.24,24).

 

Aquel que ha puesto toda su esperanza en María, puede esperar de ella verdaderos milagros. Así cuenta San Alfonso que le sucedió a un hombre que era gran devoto de la Virgen María. Este hombre todas las noches dejaba el lecho matrimonial para ir a rezar delante de una imagen de la Virgen María que tenía en su oratorio privado. Su esposa pensó que su marido la engañaba con otra mujer. Una noche, cuando su esposo se levantó a mitad de la noche para ir a rezar, ella se suicidó, hiriéndose con un cuchillo, porque estaba convencida que su marido no la quería y para ella la vida no tenía sentido. Al volver su esposo al lecho matrimonial vio todo empapado en sangre y a su esposa muerta. Comprendió lo que había sucedido, pero sin perder su esperanza y su confianza en la Virgen María, corrió de nuevo a arrodillarse delante de la imagen de la Virgen María y le dijo: “Piensa, Madre mía, que yo, por venir a honrarte a ti, tuve esta desgracia de ver a mi esposa muerta y condenada en el infierno. Madre mía, tu puedes poner remedio a esto, remédialo tu”.[3] Al volver a su cuarto matrimonial encuentra a su esposa viva. Y su esposa le dice: “¡Esposo mío! La Madre de Dios, gracias a tus oraciones, me ha librado del infierno”.[4]

 

Digámosle siempre a María con gran confianza: “¡Salve, esperanza nuestra!”.

 

22 de febrero 2013 P. Lic. José Antonio Marcone, I.V.E.