La fe en la Virgen María

La fe en la Virgen María

 

 

Enseña la teología que la virtud de la fe es un don sobrenatural, infundido por Dios en nuestra inteligencia, por medio del cual creemos firmemente en aquello que Él mismo nos ha revelado.

Nuestro Señor Jesucristo, al poseer la visión beatífica, tenía la visión clara de Dios, por lo cual no necesitó la fe; y de aquí que pueda decirse sin reparos que es la Santísima Virgen María el modelo de fe más alto y sublime que haya existido, o existirá.

 

   Su inteligencia, animada por esta virtud, penetró profundísimamente el mensaje que el ángel le diera en la Anunciación, cuando le reveló los misterios de la Encarnación y de la Redención.

 

De la fe debemos afirmar que es,

-por un lado, cierta, en razón de ser Dios el Autor de la revelación, el cual no puede engañarse ni engañarnos.

-Es asimismo una fuente de luz, ya que nos permite alcanzar verdades a las que no arribaríamos por ninguna otra vía.

-Y sin embargo, y a un tiempo, la fe es oscura, precisamente por tratar de aquello que no se ve. Por esto se habla del claroscuro de la fe.

 

   Y a pesar de esta oscuridad, la fe de María se mantuvo siempre fuerte, segura y pronta para creer todo lo que Dios le revelaba.

 

   En orden a ser la Madre de Dios había sido preservada del pecado original y hecho “llena de gracia” (1) desde el mismo instante de su concepción. De donde se sigue que poseía también la virtud de la fe en el grado más alto en que haya podido infundirse a un alma en este mundo, sobrepasando todo aquello que podamos imaginar o entender.

 

   Cuando en la Anunciación se presentó a ella el Arcángel San Gabriel, no dudó, ni por un solo instante; creyó inmediatamente, arrancando de su pariente Isabel aquel elogio: “dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le dijo de parte del Señor” (2).

  

   Luego, en Belén, viendo nacer a su Hijo en un humilde establo, creyó firmemente que se trataba del Creador del universo. Al ver la debilidad del Bebito, a quien debía alimentar, limpiar y cuidar, no cesó de creer en su poder sin límites.

 

   Cuando el Niño comenzó a balbucear las primeras palabras – que ella misma le enseñaba – no reparó en ver en Él ala Sabiduría infinita, el Verbo Eterno de Dios. Más adelante, cuando ella misma debió de protegerlo del rey Herodes, huyó hacia Egipto tomando en sus brazos a quien, por la fe, sabía ser el mismo Rey de la creación.

 

   Cuando el Niño fue llevado al templo para ser circuncidado, Simeón dijo a Su Madre: “está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para blanco de contradicción”, y “una espada atravesará tu alma”. (3) Así la sombra de la cruz de su Hijo quedaba proyectada sobre ambos, por el resto de su vida. María estaba asociada a la obra redentora de Jesús, a la cual adhería con toda su alma, siempre en la oscuridad de la fe.

 

   El Papa Juan Pablo II comenta este encuentro con Simeón: “ya al comienzo de su vida, el Hijo de María – y con él su Madre – experimentarán en sí mismos la verdad de las restantes palabras de Simeón: ‘Señal de contradicción’. (4) El anuncio de Simeón parece como un segundo anuncio a María, dado que le indica la concreta dimensión histórica en la cual el Hijo cumplirá su misión, es decir en la incomprensión y en el dolor. Si por un lado, este anuncio confirma su fe en el cumplimiento de las promesas divinas de la salvación, por otro, le revela también que deberá vivir en el sufrimiento su obediencia de fe al lado del Salvador que sufre, y que su maternidad será oscura y dolorosa”. (5)

 

   “Otro pasaje pone de manifiesto la oscuridad en que permanecían tanto María como José: el Niño queda en el templo, entre los doctores de la Ley, mientras María y José lo buscaban; en el momento de encontrarlos Él les dice: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre?” (6). Y el evangelista san Lucas hace notar que ellos “no entendieron sus palabras” (7).

 

   Que la Virgen María se hallase de frente a los misterios de la Encarnación y de la Redención, y como envuelta en ellos de un modo especial, no significa que le resultaran comprensibles. Es el claroscuro de la fe: “María era la primera en la peregrinación de la fe – dice el Beato Juan Pablo II –, era la más iluminada, pero también la más sometida a la prueba en la aceptación del misterio. A ella le tocaba aceptar el plan divino, adorado y meditado en el silencio de su corazón. De hecho, Lucas añade: ‘Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón’ (8)

 

 

Debió tratar con Jesús y educarlo, día a día, durante treinta largos años, en el silencio y la vida oculta de Nazaret. Estaba cierta de que su Hijo, aquél a quien enseñaba, a quien enviaba a buscar el agua o la leña, era el mismísimo Dios; pero todo esto lo sabía sólo por la fe.

 

En el diario contacto con su Hijo, mientras crecía, se esforzaba la Madrepor penetrar en su misterio. En el clima de Nazaret, dignamente marcado por el trabajo, María pugnaba por comprender la trama providencial de la misión de Jesús. “Todas estas cosas” no son sino los acontecimientos de los que ella había sido, a la vez, protagonista y espectadora, desde el anuncio del Ángel; pero sobre todo referencia a la cotidianeidad de la vida del Niño. Cada día de intimidad con él constituye una invitación a conocerlo mejor, a descubrir más profundamente el significado de su presencia y el misterio de su persona.

 

“Alguien podría pensar que a María le resultaba fácil creer”, observa Juan Pablo II, “dado que vivía a diario en contacto con Jesús. Pero es preciso recordar, al respecto, que habitualmente permanecían ocultos los aspectos singulares de la personalidad de su Hijo. Aunque su manera de actuar era ejemplar, él vivía una vida semejante a la de tantos coetáneos suyos” (9).

 

   Al fin María estuvo al pie de la cruz, cuando los Apóstoles habían abandonado al Señor. Allí estuvo de pie, profesando por su fe que aquel Crucificado era el Hijo de Dios. Cuando todos han perdido ya la fe en Jesús, ella sola lo confiesa Dios, derrotado en apariencia, pero real y efectivo vencedor del demonio, del pecado, e incluso, tres días más tarde, de la misma muerte. El acto de fe de María en el Calvario fue el más grande que se haya hecho en este mundo, en medio de la oscuridad más profunda, en la hora precisa del poder de las tinieblas (10)

 

Se dice de Abraham, nuestro padre en la fe: “Por la fe ofreció Abraham a Isaac cuando fue puesto a prueba, y ofreció a su unigénito, el que había recibido las promesas, y de quien se había dicho: ‘Por Isaac tendrás tu descendencia’; pensando que hasta de entre los muertos podría Dios resucitarle” (11). Pues bien, estas palabras se aplican, aún más legítimamente, a María  Santísima, que, como Abraham, fue puesta a prueba, y como él, ofreció a su único hijo; pero, y a diferencia de Abraham, recibió la aceptación de su oferta de parte de Dios, el cual “no perdonó a su propio Hijo, antes le entregó por todos nosotros” (12).

 

 

   Muerto su Hijo, María llevaba ahora en su corazón la fe en la redención del mundo por medio de Él, como desde su más tierna infancia había creído en el Mesías que debía venir a salvarnos. Sola ella lo guardaba en su corazón, como era también la única que llevaba en él el misterio dela Encarnación de Jesús. Para todos los demás hombres, incluidos los Apóstoles, la vida y obra de Jesús no parecía una realización sino un auténtico fracaso. Siendo Niño había descansado Jesús en su seno, y ahora, en aquellos días, desde el Viernes Santo hasta la mañana del Domingo de Pascua, nuevamente había querido encerrarse en María, refugiando en Ella a todo su cuerpo místico, que esla Iglesia. La fe de María fue como la lamparita que señala la presencia de Jesús en el sagrario. Ella creyó por nosotros. Ella, sola, conservó la fe de todala Iglesia naciente.

 

 

   Aquella bendición de Isabel: “dichosa la que ha creído”, se remonta hasta el comienzo de la misma creación, dice Juan Pablo II, “y, como participación en el sacrificio de Cristo, nuevo Adán, en cierto sentido, se convierte en el contrapeso de la desobediencia y de la incredulidad contenidas en el pecado de los primeros padres. Así enseñan los Padres de la Iglesia y, de modo especial, San Ireneo, citado por la Constitución Lumen gentium: ‘El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe… Con razón, pues, en la expresión ‘feliz la que ha creído’ podemos encontrar como una clave que nos abre a la realidad íntima de María, a la que el ángel ha saludado como ‘llena de gracia’ (13).

 

12 de diciembre 2012                                P. Carlos Walker 

 

 

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 Nº 1 (Lc 1,28) // Nº 2 (Lc 1,45) // Nº 3 (Lc 2,34-35) // Nº 4 (Lc 2, 34) // Nº 5 Encíclica Redemptoris Mater, n. 16 Nº 6 (Lc 2,49).  //   (7). Nº 7 (Lc 2,50).  //  Nº 8 (Lc 2,51)” (Audiencia General 04-VII-90). //  Nº 9 (Audiencia General 29-I-97). //  Nº 10 (cf. Lc 22,53). // Nº 11 (Hb 11,17-19). //  Nº 12 (Rom 8,32).  //  Nº 13 (Redemptoris Mater, n. 19).